Hay sabores que no se inventan: se heredan. El membrillo es uno de ellos. Y La Maga lo honra como se honra a los ancestros.
Su mermelada no es una pasta uniforme. Es un relato: con textura, con cuerpo, con ese tono ámbar que recuerda tardes lentas y cucharas de madera. La masa que lo envuelve es tierna, casi nostálgica, y el baño de chocolate lo acompaña sin robarle protagonismo.
Este alfajor no busca sorprender. Busca reconectar. Con la infancia, con la tierra, con ese rincón del alma donde el dulzor es refugio.
La Maga no moderniza el membrillo. Lo celebra.
